DISCLAIMER: hay spoilers de Tears of the Kingdom, y menciones puntuales de algunos elementos de Ocarina of Time.
In the vast, deep fortest of Hyrule...
Algo que siempre me ha pillado desprevenido de esos primeros cincuenta segundos de Ocarina of Time, más allá del oscuro presagio con el que sueña ese joven sin hada, es precisamente el silencio. Un silencio total, de letras blancas sobre un fondo negro. El tono es oscuro, la propia estancia que nos presentan está en penumbra y se siente como si estuviésemos allí, en mitad de la noche, teniendo un mal sueño. Es un contraste absoluto con esa imagen que siempre he tenido de Ocarina, más luminoso y positivo que Majora's Mask. A pesar de esos apuntes tétricos como lo son el fondo del pozo y el Templo de las Sombras, Ocarina es un juego bañado por la luz del sol de la llanura de Hyrule, la música icónica del mercado, la melancolía del Rancho Lon Lon, o el mítico tema del Valle Gerudo. Creo que de forma inevitable todos pensamos antes en todo eso, pero la introducción por el contrario tiene un aura grave y trascendental. Porque Nintendo en 1998 sabía que tenía entre manos una historia que pasaría a la historia como obra maestra, que marcaría a los jugadores de por vida. Puede que en lo narrativo y en lo mecánico en la historia de la franquicia, A Link to the Past había asentado las bases, pero Ocarina sentó cátedra.
Porque sí, todos nos acordamos también de cuando nos despertamos en nuestra cama tras recibir aquel mensaje telepático de la princesa, de cómo entramos en los pasadizos ocultos del castillo de Hyrule, y cómo nuestro tío, moribundo, nos hace entrega de la espada. Recordamos cómo rescatábamos a Zelda de la prisión y cómo viajábamos en busca de los colgantes para hacer frente al malvado Agahnim. ALTTP es, nunca mejor dicho, el Super Zelda, ese Zelda total con más de diez mazmorras, montones de objetos que marcan nuestro progreso, dos mundos por explorar, y con una banda sonora absolutamente mítica que nos acompañaba en aquella gran aventura. Lo que el original de NES había creado, A Link to the Past lo perfeccionó en las dos dimensiones, y Ocarina of Time lo remató en el salto a la tercera.
Tan bien lo hicieron que la saga se consagró con estos títulos, y la franquicia siempre ha iterado en la misma fórmula, modificando elementos y aportando ideas, pero siempre manteniendo una estructura similar y con una historia que contar. Wind Waker iba de rescatar a tu hermana, y de cómo todo eso acababa evolucionando en la salvación del mundo. Twilight Princess se tomaba el lujo de tener un prólogo de un buen par de horas, Skyward Sword estaba tan centrado en tener LA gran historia de la saga que las pretensiones le salieron caras (opinión personal). Los Zeldas portátiles, aunque más sencillos, siempre tenían presente de un modo u otro esto mismo: la pretensión de contarte una historia. El denostadísimo Phantom Hourglass tenía una historia solvente y hasta los secundarios evolucionaban (te queremos, Linebeck), Spirit Tracks aportaba incluso a la propia Zelda activamente dentro de la trama. Minish Cap era un cuento de hadas y los Oracles... bueno, vale, quizá en los Oracles pesó más las capacidades de la Game Boy (Color) y las mecánicas más que la narrativa en sí misma, pero de algún modo las historias de sendos cartuchos se retroalimentaban y aportaban cosas muy interesantes dependiendo del orden en que los jugases (Seasons primero, Ages segundo, en mi caso).
Un punto de quiebre: Breath of the Wild
Más arriba he mencionado cómo cada entrega de The Legend of Zelda tiene su sabor propio, sus propias características que la diferencian del resto. Hemos atravesado Hyrule a lomos de Epona y en tren, surcado los océanos en barco en un par de ocasiones, volado por los cielos con nuestro pelícaro rojo, nos hemos vuelto chiquititos cual diminuto duende del bosque. Hemos viajado en el tiempo en más de una o dos ocasiones, y por hacer, hemos cambiado las estaciones. Cada Zelda es único e intransferible, a veces imperfectos pero siempre reconocibles, porque el balance mecánico y narrativo siempre había estado ahí. Todos nos reímos de Adventure of Link y los Four Swords (mientras escribo estas líneas acabo de recordar la existencia de TriForce Heroes, pero como no lo he jugado, haremos como que no existe), pero yo al menos los he disfrutado en su medida como lo que son. Si hasta el Zelda II me lo he hecho dos veces... y el Four Swords Adventures de Gamecube lo tengo reciente, habiéndolo rejugado este mismo 2024 con familia y amigos.
Pero yo con Breath of the Wild no tragué cuando pude hincarle el diente por primera vez en 2022. De alguna forma, para mí eso no era Zelda. Rompía la progresión clásica con mazmorras y objetos (que tan bien ejemplifica Link's Awakening) y en su lugar aportaba ese sistema de físicas y esas habilidades que te daban nada más empezar, con las que el jugador debía hacer frente a ese mundo abierto gigantesco. El mundo abierto más grande visto en la saga y el que asienta a BOTW como una absoluta obra maestra, algo que a mi no se me caen los anillos por reconocer. Pero una cosa no quita a la otra: yo no era capaz de disfrutar el aclamado por muchos como el mejor videojuego de todos los tiempos. Y todo ello era porque ese equilibrio que yo veía en entregas anteriores aquí se había roto: habían sacrificado la historia.
A ver, no nos engañemos: Breath of the Wild tiene historia. Y de hecho la forma en la que está narrada es la más lógica que podrían haberlo planteado. Ante la imposibilidad de tener una narrativa lineal por la premisa de explorar un vasto mundo de la forma que queramos, todo se nos cuenta a través de flashbacks. Flashbacks que si queremos, podemos ignorar por completo. Por poder, se puede ir en gayumbos al Castillo de Hyrule y reventarnos a Ganon sin poner un pie en ninguno de los cuatro templos (ejem, bestias divinas). Pero donde la gente veía esa libertad total como el gran punto a favor de la entrega (que lo es), yo no podía evitar ver, de algún modo, desidia: al juego la historia le daba igual. La variedad de armas y escudos me gustaba, pero que acabaran rompiéndose al poco de utilizarlas hacía que no quisieras usarlas. Los puzles daban igual porque podías resolverlo de mil formas, o incluso saltártelos. Las bestias divinas me tocaron la moral, a pesar de sus geniales ideas (el hecho de que la propia mazmorra fuese un animal y usar eso de forma mecánica), y los jefes eran calcos los unos de los otros. Todo daba igual, y eso a mí me dolía en lo más grande. Era la Nintendo juguetera anteponiendo exclusivamente las mecánicas a contarte una historia. Quise terminar el juego lo más rápido que pude, no disfrute la cinemática final más allá de entender que, en el fondo, Breath of the Wild bebía directamente del Zelda original de NES. De algún modo entendía todo lo que el juego pretendía hacer, y entendía que lo que habían hecho era brillante a todos los niveles. Pero eso no era el Zelda que yo quería.
Un salto de fe: Tears of the Kingdom
Compré el Tears of the Kingdom de salida como regalo para mi hermano pequeño tras terminar el curso, y con la ilusión de que esta vez sí iba a encontrarme con el Zelda del que me habían privado. Las reviews del momento lo ponían como juego del año (hasta que llegó la competencia con Baldur's Gate 3, claro está), mencionaban las claras mejoras con respecto a BOTW, entre ellas los templos, el sistema de armas, y por supuesto, la historia. Todo eran dieces, y todo eran promesas y afirmaciones de que iban a complacer a todos esos fans que habíamos quedado desencantados con Breath. Lo jugamos yo y mis dos hermanos, cada uno con sus partidas y evitando spoilers. Me gustó como empezaba el juego, me gustó ver cómo te guiaban de forma más directa a la hora de avanzar la trama. Sin embargo, llegó el momento de visitar las cuatro regiones, en el orden que quisiera. El Templo del Viento me había dejado buen sabor de boca por su tremendo jefe, pero con todo tenía la mosca detrás de la oreja. En el Templo del Fuego fue donde lo dejé. Me había quemado, y de algún modo, me sentí traicionado. TOTK era, a todas luces, el mismo juego otra vez, y los cambios mecánicos no eran suficientes. La historia volvía a estar fragmentada en flashbacks. Los templos tenían el nombre, pero no dejaban de ser las bestias divinas con otra apariencia. Mis hermanos terminaron el juego en su momento, yo he estado un año sin tocarlo.
Pero si estoy escribiendo esto ahora, es porque decidí continuarlo por donde lo dejé, y terminarlo. Me dolía no poder disfrutar un Zelda y dejarlo a medias, me dolía ver a todo el mundo disfrutarlo menos yo y una gran parte del fandom. Me metía en Reddit para confirmar mi visión, no paraba de ver opiniones de la gente para ver si el juego era tan bueno o no. Pero si algún motivo he tenido, era porque cada vez que preguntaba a mi hermano, siempre recibía la misma respuesta: el final de Tears of the Kingdom era espectacular. Mi hermano, que no había jugado un Zelda más allá de Phantom Hourglass y poca cosa más, pero que había crecido igual que yo, viendo a nuestro padre jugarse las entregas en 3D. Me cuidé de no encontrarme con ningún spoiler, y lo más lejos que llegué a ver fue el saber de la existencia de un quinto sabio, y como mucho, las palabras "Zelda" y "dragón" en la misma frase. Y sin embargo, yo no sabía como terminaba el juego, y eso me dejaba intrigado.
Hace una semana que acabé Tears of the Kingdom. Es un juego que está bien, no es perfecto, y tiene problemas que me parecen tan claros que los dieces que he visto por ahí me hacen arquear una ceja. Principalmente: hay misiones secundarias que en el fondo deberían ser principales porque de ellas dependen elementos básicos del diseño del juego (¡¡las grandes hadas!!). Y luego, la construcción de vehículos es una cosa rara; me parece que, teniendo en cuenta que cada Zelda tiene sus peculiaridades, puede entenderse simultáneamente como algo normal dentro de la saga y al mismo tiempo está demasiado fuera de lugar. Ahora bien, todo el seguido de misiones con las Gerudo, el Templo del Trueno y las emboscadas a mitad de juego en el Castillo de Hyrule culminando con la pelea contra Ganon Fantasma me encantaron. Empecé a disfrutar mucho más la exploración una vez acepté aquello que el juego quería ofrecerme, y descubrir la túnica y gorro del Wind Waker dibujaron una sonrisa de ilusión pura en mi rostro. Tengo mis opiniones, pero no voy a negar una cosa: me ha gustado más que Breath of the Wild. Y uno de sus grandes motivos yo lo tengo clarísimo: la fuerza narrativa en su final.
Podemos discutir que la forma en la que está contada la historia en TOTK se debe única y exclusivamente a que BOTW lo hizo antes así. Y quizá antes sí tenía sentido y ahora no tanto. A pesar de todo, yo sí he sentido que aquí Nintendo sí tenía una historia que contar. En Breath of the Wild, la historia era la escusa que justificaba las mecánicas. En Tears of the Kingdom, a pesar de los problemas derivados de la nueva fórmula, han tocado las teclas que necesitaba: las de la épica. El flashback del sacrificio de Rauru, con el tema principal de The Legend of Zelda sonando de fondo en el momento perfecto, me puso los pelos de punta. Un flashback que, de hecho, daba sentido a la primera cinemática del juego. En general, todas las cinemáticas con Zelda en el pasado me parecieron super interesantes, estaba metido dentro y tenía ganas de ver cómo terminaba todo.
Porque si algo es el final, desde el momento en el que te tiras al vacío en las profundidades y empiezan las peleas finales, es épica pura que justifica todo lo que has vivido en el juego hasta el momento. El enfrentamiento contra Ganondorf en todas sus fases se ha convertido en mi favorito de toda la franquicia, rivalizando con el de Twilight Princess, con la diferencia de que esta pelea me resultó difícil de verdad, a nivel de un Dark Souls. Que quizá sea porque fui sin comida que regenerase corazones destruidos por el aura maligna, pero oye, qué maldita gozada. Y entonces llega la traca final: los dragones, acompañado de una música espectacular que todavía tengo grabada en la cabeza. Ahí me di cuenta de que iba a hacer en ese combate lo que llevaba haciendo todo el juego. La que es, en el fondo, su mecánica principal: tirarme al vacío. No recuerdo emocionarme tanto por una mecánica en un videojuego desde ese momento clave de Metal Gear Solid 2 en el que te ponen una katana en tus manos, y de repente el stick analógico derecho existe. Y luego está esa caída final...
Creo que como tal, no tengo ya mucho más que comentar. Las cinemáticas finales me gustaron muchísimo, y en general todo ese tramo final de Tears ha elevado la experiencia al completo. Siento que me he reconciliado con la saga dentro de esta nueva fórmula, y ahora simplemente estoy expectante. En el fondo, seguiré queriendo un corte más clásico, más Ocarina, pero tengo confianza en que me gustará si siguen expandiendo esta línea de diseño. Veremos que pasa, pero por el momento, yo no puedo dejar de pensar en cómo será un Zelda 3D en Switch 2.

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